MING YI CHOU: LA TRASCENDENCIA DE LA MIRADA.

Ming Yi Chou

Estamos rodeados de obras que no hablan de nosotros, de nuestras circunstancias, de personas a las que conocemos o, al menos, reconocemos. Eso por un lado. Además, la mayoría de esas obras se convierten en episodios apologéticos de la frivolidad, de la liviandad, cuando no del fracaso y de la fealdad. De modo que, si observamos bien, desprovistos de prejuicios y armados con sólidos argumentos, podemos constatar que nos hallamos rodeados por unas manifestaciones llamadas artísticas que ni nos interesan ni nos conmueven. Ni siquiera aspiran a abrir un camino de ida y vuelta hacia la trascendencia, hacia el mundo de los sentimientos y las ideas. Hacia el mundo de la belleza.

Si rememoro las primeras obras que pude ver de Ming Yi Chou, recuerdo la sorpresa que me produjeron aquellos ingenuos caminos –cartografías de un territorio de acogida que empezaba a observar y a descubrir- que disponía sobre ese fondo marrón, un fondo de la nada o de la tierra, según se mire. Aquellos mapas denunciaban la falta de previsión del hombre con respecto a la planificación de su entorno vital y el poco respeto hacia el mundo natural. Supongo que le debieron impresionar, en sus largos viajes en autobús o en tren por la corona metropolitana de Sevilla, hacia la cornisa del Aljarafe –donde cada vez quedan menos olivos y viñas y aparecen más casas y cemento- o hasta los límites de la ribera del Guadaira o de la campiña utrerana, los desmanes urbanísticos, la falta de escrúpulos y consideración para con la naturaleza.

Algo después, en un giro esperado y profundo, el artista comenzó a abandonar los caminos de lo real, tratando de cabalgar sobre las estepas de lo simbólico para, finalmente, desembocar en las estrategias de búsqueda de lo bello y su trascendencia, en combinación con una sensibilidad volcada con la expresión sígnica. 

En estos tiempos de espacios globales y plurales, resulta curioso que haya sido un artista como Ming Yi Chou, un creador transterrado, emigrante y tan alejado de sus orígenes, quien mejor haya ejemplificado la mezcolanza cultural, la tan nombrada multiculturalidad que acerca orientes y occidentes en tiempos de incomprensión y desconfianza.

El lenguaje nos identifica, viene a sintetizar nuestros anhelos de socialización, nuestro interés por abandonar los límites de nuestro propio yo y adentrarnos en los caminos de ese otro desconocido y, sin embargo, tan cercano. Pero también marca fronteras de estados limítrofes y pervierte, mediante la marca de la diferencia, las similitudes de un sustrato humano genérico. Sólo quien permanece en la frontera, en el límite, como le sucede a Ming, es capaz de advertir las similitudes de todo acto comunicador, capaz de tender puentes entre los unos y los otros, desvelándonos que idiomas hay muchos pero lengua sólo una: aquella que tiene como finalidad verbalizar, encauzar la expresión de los sentimientos y también construir la escenografía de la realidad.    

La trascripción del verbo se ejecuta por medio del gesto, al igual que hace el artista al tratar de captar esa otra naturaleza interna o externa. La cultura china, al igual que la musulmana –por uno u otro motivo- han utilizado los caracteres caligráficos con voluntad decorativa, sabiendo buscar en las formas –por su concreción o abundancia, por su sencillez o abigarramiento- los tránsitos de una estética que las sociedades occidentales apenas han hollado. Gestos de la mano, impulsos de la mente, formas que son también rastros orgánicos, espermatozoides de la memoria que se encargarán de servir de semillas a la elucubración sensible. Toda esta maraña vegetal, original, de sonidos y conceptos gráficos, posee una indudable belleza plástica que el artista ha sabido mirar y descubrir.  
 
Iván de la Torre Amerighi.
Crítico de Arte.

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