Cristina Martín Lara en Hurley

Cristina Martín Lara
Si se accede a la Galería Isabel Hurley, ocupada por el ‘landpartie’ de Cristina Martín Lara, uno tiene la sensación de franquear un templo de imágenes íntimas, insobornables, intransferibles: fotos y audiovisuales cuyo valor reside en un ocio preocupado, mixtura de experiencia y pensamiento, al que debe sumarse un minucioso programa de representación. 

El inconveniente es que la manufactura artística de Martín Lara no se ajusta a un relato crítico al uso, que, por otra parte, no se sabe dónde se encuentra, dado el desprestigio en el que ha caído la mirada del opinador de obras de arte, su trampa estetizada, o en su defecto, o como contrapartida, su terrible devoción por las vanguardias, ese eslabón ideologizado que cuestiona el evolucionismo de Darwin, pero a la inversa: el crítico actual, según Bustos Domecq, alter ego del tándem Bioy/Borges, se dirigiría hacia el mono. Dios me libre de esos terribles pensamientos; por ejemplo, que el mono es un ser humano que esconde una carga simbólica ancestral; así, en el mundo del arte nos encontraríamos con el mono/galerista, con el mono/director de museo, con el mono/crítico, hasta llegar a la culminación del gorilismo: el mono/coleccionista, víctima de sí mismo, del mercado del arte, del síntoma Démian Hirst, sin ir más lejos, monos, más que tiburones, en formol.

El caso es que Martín Lara utiliza su cotidianeidad, sus encuentros, desencuentros, desolaciones, amores y odios, su zigzagueante compendio, como vía de expresión, sesuda, fría, para contaminarnos de lo que Antoine Compagnon ha denominado «la soledad inmóvil», esto es, una mirada suspendida en el vacío, una cavidad simulada; Martín Lara se refiere a huecos de reconocimiento, a interconexiones personales que se generalizan, a espacios transitables casi imposibles de definir.

No hay más que fijarse en sus personajes anónimos para atisbar el melodrama glacial en el que están inmersos, se trata de una turbación profunda en ámbitos todavía más insondables, ofuscación que a veces recuerda aquel hombre solitario que circulaba por los desfiladeros de una Europa sitiada, personajes de un pintor anti-moderno como Gaspar Friedrich, solo ante el abismo. Entonces, de nuevo, se enfrenta la imagen y su tratamiento, se enfrenta la creación artística y el contexto donde se realiza, se enfrenta el tiempo que tenemos con la mortalidad inmortal del arte.

No en vano la creadora malagueña vive, resiste, disfruta, crea, en una ciudad, Berlín, que a su vez es una encrucijada, capital de «dramas capitales», urbe que da la sensación de progresar eternamente hacia sus propias sombras. De ahí tantas paradojas.

Alfredo Taján

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