De la hornada de artistas jóvenes andaluces de hoy, Matías Sánchez es uno de los que posee un currículo más extenso y un futuro más prometedor. Tuvo tan claro desde pequeño que sería pintor, que no perdió el tiempo en dedicarse a otra cosa. Le daba igual donde llegara en el oficio, él lo que quería era pintar, pintar y pintar. Desde que tenía doce años sabía que lo que hacía era una carrera de fondo, que los brillos pasajeros son sólo flor de un día, brotes muy relucientes que no dan frutos verdaderos ni fértiles. Por eso siempre mantuvo idéntica sonrisa y una conducta austera, pasara lo que pasara. Lo mismo exponiendo en sus comienzos con Margarita Albarrán, que ahora en el CAC Málaga, sanctasanctórum de la museos de nuestra tierra. Alejado del boato y la oficialidad, se ha volcado desde siempre en lo suyo. Con humor y socarronería, a las duras y a las maduras. Ironizando en sus cuadros contra los oportunistas y los ventajistas (más con los epígrafes que con los personajes), pero nunca dejando de lado el valor pictórico, leitmotiv constante e impenitente de todo su trabajo.
Maria José, la mujer de Fernando Francés, me explicaba con alegría que la exposición de Matías le parecía, de todas las que se habían preparado para esa sala, la que mejor había aprovechado el espacio. La inmensidad de sus telas no deja lugar a la duda. Absorben por convicción y rotundidad. Es pintura en estado puro (cada vez me interesan más sus fondos –la riqueza de sus matices es infinita- y me estorban más los muñegotes, que no son más que una excusa narrativa para aferrarse a un motivo y respaldar un título.)
Si se observa con detenimiento la banda inferior de la obra principal que da título a la muestra, Elegidos para la gloria, se descubre que es una predela que por si sola justifica la visita. No digamos ya las manchas, texturas y borrones que se sitúan tras los cuerpos de los personajes. El tercio superior, que funciona como cielo y está fijada con una nube de tiza, es la base primera sobre la que después Matías fue añadiendo capas continuadas, intentando compensar gesto, peso visual y color con el tamaño de las formas. Parece sencillo, incluso infantil, pero ahí yace el quid de su trabajo: en mantener la correcta proporción sin que se revele nada extraño. Aun siendo muy diferentes en la manera de pintar, igual ocurre con Miki Leal o con Abraham Lacalle, que tienen esa misma frescura y desparpajo. Matías es más agresivo y menos cool, pero los tres poseen de igual manera la virtud pictórica, una aptitud que es absolutamente independiente de la obra que se hace o de lo que se está contando.
Casi al final de la inauguración, comentando con Luc Tuymans la exposición de Matías Sánchez (Dios mío, eso sí que es nivel, me pareció increíble que anduviere por allí…) me dijo que el cuadro que más le gustó fue uno pequeñito que formaba parte de la composición El autobús de los zurdos, una calavera (Kirchner) de unos sutiles grises salpicados de verde que pasaba casi desapercibida.
Sema D’Acosta (extraído del blog ‘Tanto monta. monta tanto’)