CATASTROFES PARA BIEN. MIGUEL ANGEL TORNERO. GALERIA CUBO AZUL

Vista de la exposición CATASTROFES PARA BIEN de MIGUEL ANGEL TORNERO

CATASTROFES PARA BIEN. MIGUEL ANGEL TORNERO

Del 28 de Marzo al 8 de Mayo de 2009


 

Una historia de fantasmas

I. En 1919, Sigmund Freud publicaba Das Unheimliche. Un artículo que suponía un reto para un traductor. La palabra que le daba título y sobre la que giraba todo el texto era imposible, casi, de llevar a otra lengua. Al final se decidió que en castellano equivalía a lo siniestro, pero fue una solución de compromiso porque sobre lo que Freud hablaba no coincidía con exactitud con la definición que el diccionario español da del término. Unheimlich es lo opuesto de heimlich, o eso se piensa cuando se echa un primer vistazo y se reconoce el prefijo un- que denota negación, lo que no es. Unheimlich, entonces, como lo que no es heimlich, por tanto si heimlich es lo familiar, unheimlich, su contrario, sería lo extraño. Pero el lenguaje siempre resulta más perverso, ya se sabe, y pronto se descubre en el texto que heimlich y unheimlich pueden ser también lo mismo, ahora lo heimlich contiene lo unheimlich, se invierten los términos y lo familiar se hace extraño, una contradicción difícil de resolver, una paradoja que no puede solventarse con un simple siniestro, hay que completarlo, añadirle algo que lo complemente, adjetivarlo de algún modo, quizás con su antónimo, lo cotidiano. Así lo unheimlich debería ser lo siniestro cotidiano o, mejor, porque aquí el orden sí altera el resultado, lo cotidiano siniestro, lo familiar extraño.

II. Podría tratarse de una ceremonia de exorcismo, pero no son demonios lo que hay que expulsar. La casa, esa casa que es como todas, está vacía, parece. Sus habitantes, los que antes estaban allí, se han ausentado, creemos. Hay velas encendidas en todos los rincones, es parte del rito, la luz es importante. Las paredes están recién pintadas, o por lo menos no hace mucho que se pintaron. Sin embargo, no debe ser un edificio nuevo. Es una ruina porque lo que tendría que estar fuera se ha colado dentro. Se han roto las fronteras entre lo interior y lo exterior y en el salón hay un árbol. El tronco de un árbol que demasiado iluminado destaca sobre la penumbra del fondo. Otra vez la luz. Pero hay algo más, alguien más. Se intuye. La casa está encantada, esa casa que es como todas. La ausencia se hace presencia, de otro modo. Los que antes estaban allí permanecen. Ahora son espectros. Casi se han hecho invisibles, casi han desaparecido, o no tanto, porque dejan demasiadas huellas, las de esa mano y ese brazo desgajados del cuerpo que flotan en el aire y han poseído a los objetos que cobran vida. Lo familiar se extraña. Las velas crecen y toman cuerpo, el cuerpo de alguien que se esconde bajo una sábana, esta vez de parafina. Sus siluetas recuerdan a la de alguien que ha sido recortado de una foto. La de ese que se prefiere ausente o al que resulta demasiado doloroso recordar. Extrañar es también echar de menos. Tiene algo de trágico, pero también mucho de cómico, de humor negro. El truco, ese efecto que antes se pensaba especial, se deja a la vista, lo mismo que la puerta de la casa se hace féretro, un féretro sonriente, que se ríe porque no deja ver lo que oculta, lo que se oculta, eso que es improbable e imposible, eso que en algún momento desborda y le sale sin forma por uno de los ojos. Alguna de las velas, lo mismo que el árbol ha entrado, se ha escapado para acechar desde la ventana. Los límites se diluyen como la cera. Lo cotidiano siniestro.

III. El estudio, un lugar cotidiano, se hace siniestro, tanto como la casa. Tiene algo de misterioso laboratorio en una torre gótica. Los fantasmas viven también allí, pero son más humildes, ya no van tapados por sábanas, sino por lo que parecen bolsas de basura por las que pasa el tiempo, que recogen el polvo que se acumula, o bolsas con las que se cubren los cadáveres, la cabeza de un decapitado, los trozos de alguien que ha sido descuartizado. Pedazos de fotografías, de las fotografías, de la fotografía, que no ha dejado de ser familiar pero ahora tiene algo de extraña. Los límites se han diluido como la cera en algunos lugares que están más allá, los de ese aura que se daba por perdida, igual que algunos perdieron su sombra, y ahora se ha recuperado; en otros, los de acá, se han roto sin contemplaciones, las esquinas asoman cortantes como el filo de unas tijeras o la hoja de una cuchilla. Lo que antes era una cosa ha pasado a ser otra, aunque sin dejar de ser la anterior. Los rastros que antes se borraban ahora quedan marcados. Las huellas de Miguel Ángel Tornero, de esa mano y ese brazo que se aparece desgajado del cuerpo flotando, se ven sobre el papel fotográfico brillante, unas veces recortado sin demasiado cuidado, otras rasgado de modo violento, para luego, en otro orden, ser recompuesto dejando los puntos de sutura, la cinta de pintor, sí de pintor, a la vista, las cicatrices no se disimulan. Hay un sexto sentido, el que te hace sentir lo que de otro modo no se podría, ese en el que se mezclan todos los demás, correspondencias y sinestesias que se pegan también a la fotografía. Una fotografía familiar y extraña. Lo familiar extraño, lo familiar extrañado.

Sergio Rubira

 

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