Con los pintores en su trastienda

Taller, obra y personalidad de los artistas granadinos terminan fundidos en ‘un todo en uno.

En mitad de la vega granadina se esconde «un zulo» artístico. En él, desde hace siete años, el pintor Domingo Zorrilla (Granada, 1969) se abstrae del mundo para alumbrar su escasísima y metódica obra. 

«Esto es muy cruel», comenta a los pocos segundos de abrir el portón de su universo, atestado de color y olor. Enfundado en un mono de Inagra (empresa municipal de basura) e impregnado de un fuerte tufo a pintura «y a basura» -bromea él- concibe sus lienzos. «El estudio de Ydáñez, ahí al lado, también tiene su peste característica», abunda con sorna.

«Cuando mis cuadros son muy minuciosos, como ahora que pinto dos al año, necesito golpear el saco de boxeo», explica Domingo mientras señala un costal desvencijado en mitad del taller. Y se ríe. Unos metros más allá, dos guantes rojos de boxeo se distinguen sobre una mesa atiborrada de botes, latas vacías de leche infantil, pinceles, una caja de escarabajos y ollas antiguas.

El ambiente es denso. La única ventana de la habitación está tapada por una tela blanca. «No necesito luz natural ni cenital, me basta una iluminación neutra. No quiero vistas. La música sí es importante, mi influencia más grande. Sobre todo, la barroca francesa de Couperin y Rameau», cuenta este artista ‘radical’.

«Cada vez pinto más lento. No puedo evitarlo», comenta mientras da los últimos toques con un pincel «de un milímetro» al cielo de ‘El topo’, un obra en proceso. Todo el cuadro está basado en fotografías previas tomadas por el propio Domingo: que si un cielo cubierto de cúmulos, una madriguera construida en su huerto familiar de Dúrcal… «Con este trocito de nubes (señala unos diez centímetros) llevo dos semanas», aclara un creador contemporáneo con maneras propias de los talleres antiguos y de los gremios, donde los maestros daban los toques definitivos y los ayudantes resolvían las tareas auxiliares.

Un universo pop

Son las 10.30 de la mañana. A pocos metros de Zorrilla, también en un local alquilado en la antigua azucarera del Puente de los Vados, se encuentra el universo visual y conceptual de Ángeles Agrela (Úbeda, 1966), ‘parido’ desde hace quince años en este espacio de 300 metros con una cubierta de tejas a dos aguas por la que penetra una reconfortante luz amarillenta.

Obras embaladas suyas y de José Píñar, su marido, se encuentran perfectamente ordenadas bajo un frío desconcertante. Exquisitos detalles como una pequeña tela de araña anidada en varios tubos vacíos de óleo caldean el ambiente. «Teníamos estufas, pero era muy tentador quedarte todo el rato al lado del calorcito. Ahora uso forros polares, un mono de esquí, un gorro de esquimal y algunas prendas más de abrigo para combatir el frío», declara Ángeles, una noctámbula que riega sus agresivas imágenes con el pop de cámara de Anthony and the Johnsons.

«También me pongo Los Planetas, Lori Meyers y Radio 3», confiesa esta mujer cuya colorista obra está influida por las dimensiones de su estudio, donde monta ‘sets’ para ambientar sus vídeos, fotografías e instalaciones. «Si tuviese que trabajar en casa mi obra sería pequeña. La luz natural no es lo más importante», apostilla antes de aclarar que en un antiguo montacargas su coche accede hasta la segunda planta de esta fábrica invadida por pintores, arquitectos y músicos.

Un frigorífico y una hornilla le confieren cierto aspecto de hogar a esta nave donde anida el polvo con facilidad. «En verano cenamos fuera, en una terraza», comenta Agrela, que tiene en proceso un gran acrílico sobre papel de la serie ‘Lección de anatomía’, intervenciones sobre órganos humanos copiados de libros de Medicina. En su mesa de trabajo, a varios metros de la de su marido, platos de plástico hacen las veces de paleta para mezclar colores. «No me complico en eso», concluye la creadora.

Un carmen y Pachelbel

Los bosques de la Alhambra y la Torre de la Vela se cuelan a través de cinco grandes ventanales que miran al norte en el estudio del pintor Miguel Rodríguez-Acosta, al final de una escalera de caracol que muere en la segunda planta del gran Carmen Blanco, la corona del barrio del Realejo.

En ese rincón donde son habituales la voz de María Callas y las notas de Pachelbel y Sibelius se halla el universo visual del sobrino de José María Rodríguez-Acosta (1886-1941). Un gran desnudo femenino que el artista dejó sin rematar preside los 70 metros cuadrados de este salón de altos techos. Miguel acumula decenas de catálogos de Tapies, Rothko, Balthus, Sean Scully, Cézanne… en las estanterías. En una silla permanecen recostados varios jerseys de lana. El artista luce unos pantalones de pana que refugian mil manchas de óleo.

Cuadernos de apuntes, recortes de revistas y una fotografía con su amigo el arquitecto Rafael Moneo salpican las mesas y baldas de este lugar donde se trabaja de seis a diez de la noche. Todos los días. «Me valgo de los grandes focos del techo, no tanto de la luz natural. En mis años mozos pintaba en la calle, en Madrid, Granada, Roma, Venecia… Mi amigo Rafael Alberti me dijo: ‘Eres el último que pinta al natural’», rememora a los 82 años Miguel, que ya necesita cuatro gafas de distinta profundidad para realizar sus obras.

Sus cuadros abstractos invaden el local y almacén. «La presencia de mis creaciones hace que éste sea mi mundo. Podría pintar lo mismo en un lugar con vistas a una calle cualquiera. Lo que plasmo es una elaboración mental, al igual que los escritores o los filósofos», asegura.

Unos 60 óleos reposan en el piso mientras aguardan a ser expuestos en la galería madrileña Cayón. «La serie se llama ‘Alhambrerías: delirios y desvaríos de color’. Son vibraciones y evocaciones, como estados anímicos», adelanta rodeado de pequeñas obras en rojo, fucsia y blanco. Al andar por el habitáculo se deben sortear toda clase de pinceles, óleos, botes de aceite, lienzos en blanco, cuencos de cristal para las mezclas, gouaches… «Una de mis manías es no tirar los tubos de óleo gastados», dice apuntando a decenas de botes vacíos y estrujados con saña.

Con casa y cocina

Juan Vida (Granada, 1955) pinta junto a un sillón de barbero que le regaló una amiga, en una cocina blanca en cuyas estanterías lo más comestible que hay es una caja de leche infantil rebosante de pinceles. En la parte alta de su luminosa vivienda familiar, camuflada con orientación sur en un ladera de Pinos Genil, se encuentra su estudio, su almacén y un despacho para realizar los trabajos de diseño. «No quiero mi obra desperdigada por ahí; aquí me sirve para crear mi mundo», abunda el artista, que prepara una muestra para octubre en la galería madrileña Metta.

Una luz casi cegadora penetra por los cristales. Está teñida por el verdor de un ciprés y los montes. La hija de Juan Vida, ahora en el colegio, está omnipresente. Su hamaca infantil permanece junto a la silla del artista. Es la risueña cría que aparece en los lienzos colgados de las paredes gracias a unos caballetes construidos con estanterías de ferreterías. «Otro de mis ‘trucos’ es pedir brochas despeluchadas y ya usadas por pintores de brocha gorda para conseguir darle un toque personal a mis obras», apostilla un hombre que pinta al agua porque los disolventes le han «destrozado la garganta». Juan prefiere trabajar en silencio las diez horas diarias que pasa aquí. Pero un acordeón y una guitarra regalada por Sabina reposan en dos rincones de este privilegiado estudio con calefacción y amplios accesos para dar salida a los grandes lienzos.

Juan Manuel Brazam se suma a la lista de artistas con el taller en casa. El suyo es un estudio inmenso, con luz cenital y orientación norte, construido a su gusto, con techos de 11 metros de altura, e integrado en su vivienda de las Gabias. «Pude construir esta maravilla hace 30 años, cuando el metro cuadrado no alcanzaba las cifras astronómicas de hoy», comenta el artista, que recuerda orgulloso cómo el secretario personal de Joan Miró aseguró que ni su jefe tenía un taller de tales características.

Ángeles Peñalver 

www.ideal.es/granada

 

 

 

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