CANADALIA. Dibujos desde Canadá. Miki Leal

Miki Leal. Substituto II

Miki Leal nos presenta sus últimas obras en sendas exposiciones casi paralelas en el tiempo. Por un lado, Mikithology en Cavecanem (Sevilla), por otro, en Magda Bellotti (Madrid), Canadalia.


El viaje supone, para cualquier artista, un deber ineludible. Acuciado por la exigencia de conocer y representar lugares desconocidos, o de encarar los acontecimientos en primera línea; tal vez movido por la necesidad de escapar de ese algo demasiado familiar que entumece los sentidos, la capacidad, la disposición. Viajar es necesario. Más discutible resulta que para ello sea preciso desplazarse.

La imaginería de los viajes, la inminencia, las regiones remotas o el extrañamiento ha estado siempre presente en la obra de Miki. Tras una intensa experiencia en paraísos naturales y artificiales de difuso linaje tropical, la brújula de Miki señaló un nuevo rumbo: al norte. Parajes helados, la musculatura voluntariosa de los perros de tiro, fauna, trazas de los senderos, aspectos de una cultura entendida como parapeto frente a la naturaleza hostil, montañas, cobertizos, esquiadores airados… han ido apareciendo en sus dibujos a lo largo del último año. Y para dar una referencia que amalgamase todo este material, Miki utilizaba la palabra “Canadá” como si esta fuera un sortilegio capaz de sugerir lo infinito, una sugestión extrema e inagotable. Finalmente, en el benigno verano, Miki tuvo la oportunidad de conocer aquellos parajes canadienses. No hemos hablado mucho de ello, pero tengo la sensación de que aquello fue más una verificación que un descubrimiento.

Alimentado de un substrato sureño, solar, urbano, cuesta trabajo imaginar la atracción que se despierta en Miki por una forma de vida abismalmente opuesta. Una respuesta a esa cuestión es que Miki lleva a cabo una recreación de la estética de “lo auténtico”. Y “lo auténtico”, en nuestro relato generacional, es precisamente eso: el espíritu de frontera; sacrificios honestos; una tierra por domar; el lento aprendizaje de un niño inuit en las artes de la caza; casas de madera; pocas palabras. Siguiendo con ese relato, el epítome de la autenticidad adaptado al espíritu de la época es el músico de rock o el cantante folk. Miki, como antiguo guitar-hero adolescente, conoce bien esa mística. El rockero legendario encarna, en su versión más gastada, al último hombre de frontera, atado a una vida ambulante como peaje a pagar por una visión del mundo más lúcida y honesta, también más animal e instintiva, más pura. El cantante folk es, además, un diestro y paciente recopilador de las voces y las historias más pegadas a la tierra: cronista, fabulador, contador de historias. Por eso los dibujos de Miki, con su recreación country-rock de un paisaje lleno de signos y narraciones, me recuerdan las historias de los grandes clásicos canadienses, errabundos ejemplares todos ellos.

Imaginémoslos por un momento. Casi todos han emigrado a la soleada California, pero añoran las estaciones frías, ríos helados sobre los que patinar hasta adiestrar el pie en las artes del vuelo, o la fijeza de la estrella polar. Uno de ellos asumió el personaje del judío errante con tanta verosimilitud que sus bandazos son legendarios: de las islas griegas a las montañas zen de Los Angeles, pasando por la guerra de Yom Kippur. Al principio se dedicó a husmear el rastro del oriente en los barcos que atracaban en el puerto de Montreal para, una vez encontrado el hilo de los místicos persas, volver entonando canciones en quebecois acompañado de una banda de mariachis. Su conversión posterior a un vago cosmopolitismo techno (algo así como si el profeta Isaías volviese, armado de sintetizadores, para fustigar y ensalzar a la nueva Babilonia) no evitó que terminara dando con sus huesos en el monasterio. Luego está otro singular personaje: el vaquero poliomelítico. El ruido de las cosechadoras despierta en él una singular urgencia por quemar su tarjeta american express por todas las gasolineras del país. Poeta de las cenizas de la fiebre del oro, su invitación al viaje se refugia a menudo en una quietud humeante y visionaria (como la de cualquier otro primitivo): de Perú a Texarcana a lomos de una llama, de un caballo loco, o cobijado en un tipi donde su condición de trampero diestrísimo servirá para rendir a la princesa india. Cualquier cosa menos sentir el óxido agarrotando sus convulsos miembros. Por fin, tenemos a la banda (por antonomasia): peregrinos empeñados en pelar los caminos en pos del otro gran judío y oficiantes de la ceremonia que dio carpetazo a una época singularmente barbuda de la estética occidental con un último vals virado a sepia.

Lo que persiste detrás de la inquietud de los grandes clásicos canadienses es esa búsqueda de formas originales y serenas de relación con el mundo, propósito en el que son diestros en fracasar: sus ranchos experimentales siempre se colapsan, la disciplina zen, se olvida en las playas de Acapulco y la huida permanente sólo consume más nostalgia.

Volviendo a la obra de Miki, su compleja y rica iconografía puede dar pie a lecturas superficiales o herméticas. Es tan inevitable que resulta banal. Pero hay algo que está más allá de la obra y que muchas veces no trasciende lo suficiente al público: la inserción de esa obra en tu propia experiencia, no como un diario o un relato paralelo, sino como la forma esencial en que se teje tu vivencia de la realidad. Ahí es donde se inscribe la ligazón definitiva entre la obra de Miki y el paisaje espiritual canadiense, entendido como la convergencia de todas las trayectorias errabundas y perdidas de sus grandes clásicos. La “estética de la autenticidad” que practica Miki ( que ha venido a sustituir a la fardona “estética de la felicidad” de anteriores entregas) es el modo de encarar lo que ha de venir, con el aire relajado y paciente de un gran trampero. Aparece así el cuadro como la suma de indicios de que la presa se acerca. Tomada la temperatura del aire y la orientación del viento y las estrellas, sólo hay que esperar a que la obra se manifieste rotunda, honesta, no como un producto sino como una simiente o un alimento. Es necesario exprimir al máximo la inventiva y crear nuevas argucias, giros siempre sorprendentes para presas demasiado escurridizas. La inquietud del tiempo se calma con la ejecución de este ritual, de esta disciplina, confortada por una sabiduría intuitiva y perezosa, pero también implacable. Y, cuando el refugio está ya colmado de las capturas de una larga estación de trabajo, se empezará a manifestar de nuevo ese nítido deseo de abandonar un territorio esquilmado, agotado, y echarse a los caminos.

Todo ello se había manifestado en la obra de Miki mucho antes de pisar el Canadá. Canadá (antes o después del viaje, casi no importa) ha funcionado sobre todo como una forma de trasladar a un repertorio de imágenes lo que estaba suspendido, congelado en una elección vital por lo auténtico, por lo tangible. El verdadero tema es la propia búsqueda, por eso es preciso que los límites de la misma sean, en primera instancia, inabarcables, como los que describe Neil Young, en pos de su princesa india: “Aurora Boreal/ cielo nevado en la noche/ los remos cortan el agua/ en un largo y apresurado vuelo/ desde el hombre blanco a las verdes praderas/ tras la tierra nativa que nunca hemos visto.”

Jose Miguel Pereñiguez

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