Lacalle, topografía del aislamiento

Abraham Lacalle

El cielo que se repite // Galería Marlborough

Vuelve Abraham Lacalle a uno de sus métodos favoritos de trabajo: dotar de un mismo contenido metafórico a una serie más o menos numerosa de pinturas. En este caso, y según sus propias palabras: “un recorrido alrededor de la idea de aislamiento”, periplo que concluye, al parecer, con el hermoso título de la muestra: El cielo que se repite. Un concepto que amplía y expresa incluso más abiertamente: “Estoy intentando llevar la pintura a una situación extrema, saturada, donde la figuración está brutalmente sobredimensionada, las formas se amontonan, no son nada, pero tienen algo de energía sexual. Radicalmente diferenciadas, formas y colores, sin embargo, se funden en un solo elemento que es el cuadro”.
En pintura, concepto y procedimiento van de la mano. No resulta una pintura grande de un concepto menor, ni hay idea lo suficientemente elevada que justifique una manera impropia. Si los cuadros de Lacalle funcionan y pueden transmitirnos tanto los pensamientos del artista como generar otros personales, propios del espectador, es en virtud de esa lograda adecuación. En cierto sentido, podemos observar aquello que se mantiene de una serie a otra, así como los nuevos elementos que vienen a integrarse en su trabajo.

En este caso, una vez más, y como no podía ser de otro modo, el primer rasgo destacado es que hay una falta de distinción profunda entre los espacios que constituyen el cuadro. Si hace cinco años me refería a cómo la diferenciación entre espacios interiores y exteriores se había resuelto por una indiferenciación de los mismos en la superficie activa del cuadro, ahora cabría hablar de una topografía, del arte de describir y delinear detalladamente la superficie de un terreno. No importa si al final está más próximo a un paisaje o a un anómalo bodegón, lo que importa es el conjunto de particularidades que presenta en su configuración superficial. Particularidades formales y de factura en las que el pintor se muestra, si cabe, con mayor libertad que nunca. Tan pronto da entrada a gestos automáticos a lo Pollock, como adhiere gruesos manchones de materia o borra y difumina la distancia entre superficie y fondo, haciendo titilar este último.

Acierta su prologuista, Antonio Eligio, cuando apunta a la importancia que adquieren aquí oposiciones o extremos –lo representativo y lo abstracto, la seriación y la obra individual–, así como las instalaciones de varias pinturas avecinadas.

Del mismo modo, el sistema iconográfico –central en el trabajo de Lacalle– se aprovecha de esa segmentación y libertad e incorpora nuevos motivos que, además, se repiten o transitan –como en un viaje catártico para perder el miedo– de un cuadro a otro. Reaparecen motivos malevichianos: esas hileras de personajes de cabezas ovaladas y sin rostro; o gustonianos: los cascos de motorista sin testa que los ocupe; o la mano y la pala, en las que quiero ver cierta referencia duchampiana, pero también, trompetas, aletas de tiburón, etc.

Dice Abraham que para su itinerario ha debido plantearse el hecho existencial de que no importa a dónde vamos, sino dónde estamos. Y que es el factor humano el que determina el entorno que nos aísla. En definitiva, que lo que pretende el artista con estas últimas pinturas es “desentrañar el misterio topológico del hombre”. Baste recordar que la topología es, según el diccionario de la RAE, la rama de las matemáticas que trata especialmente de la continuidad y de otros conceptos más generales originados de ella, como las propiedades de las figuras con independencia de su tamaño o forma.

Mariano Navarro
El cultural.es / 20 de Septiembre de 2007

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Artículo extraido de e-sevilla

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