Quico Rivas, genio y figura.

Quico Rivas y Juan Manuel Bonet. Foto: Tony Catany, 1972

La editorial Árdora publica ‘Cómo escribir de arte sin que se note’, un conjunto de ensayos del crítico más iconoclasta (ARNdigital / Madrid).

La aparición de Cómo escribir de pintura sin que se note’ (Ardora editorial), una recopilación de textos críticos de Quico Rivas (Cuenca,1953-Ronda, 2008), es una feliz ocasión de recordar y aproximar a quien no la conozca la figura de un personaje excepcional de la cultura (y la vida) española de los últimos 30 años. Escritor, pintor, polemista incansable y animador de la obra de sus amigos, Quico Rivas alcanzó en sus distintas ocupaciones el nivel que solo es dado a las personas libres. Agradecemos a Ardora editorial la posibilidad de ofrecerles breves fragmentos del libro y algunas de las obras que lo ilustran. Fernando Castro Florez, crítico de arte y comisario de múltiples exposiciones, traza el retrato tanto del colega como del amigo admirado.

Quico Rivas, genio y figura

Fernando Castro Flórez

Genio y figura, crítico de arte impar y, sin duda, escritor que no dejará de aumentar su leyenda. Quico Rivas fue, en todos los sentidos, un cómplice apasionado de algunas de las aventuras artísticas más singulares del habitualmente romo arte español contemporáneo. Desde los lejanos 70 hasta el siglo XXI, demoledor y “burbujeante”, no dejó de aparecer y desaparecer para escribir y hablar de la forma más lúcida y desinhibida que pueda imaginarse. Ajeno al academicismo o a la retórica del vacío, habitual tanto en el gremio de los pretenciosos atrincherados en los pantanos universitarios cuanto de los pseudo-poetas romanticoides que encontraron acomodo en los suplementos culturales, Quico fue capaz de conciliar el sarcasmo con la iluminación profana, la pasión noctámbula con la cercanía a los artistas en sus momentos erráticos, el activismo político que incluso le llevo a hacer huelgas de hambre en defensa apasionada de “causas perdidas” o la actividad curatorial bien distante del patético mundillo de la Bienalización.

Debutó en la crítica siendo un chavalín, junto a Juan Manuel Bonet incluso hizo pinitos artísticos, y comenzó a dejar claro que su modo de intervenir iba a ser, a la manera de Baudelaire, “parcial, apasionado y político”. Llevaba siempre la risa por dentro y tenía talento y gracia, virtudes que, todos lo sabemos, escasean. Nos vimos por última vez en el Museo Patio Herreriano, donde se estaban celebrando una serie de mesas redondas sobre la Galería Buades; tenía aquel día a la hora de comer un aspecto formidable y me confesó que estaba animadísimo con el proyecto de la exposición sobre los Esquizos en el MNCARS. Pensé que lo que tendría que hacer es tomarse tiempo para escribir una memorias porque nadie en el mundo de la crítica de arte tenía un recorrido vital semejante al suyo.

He escuchado varios relatos de la fiesta por todo lo alto que organizó en Sevilla para despedirse. Hasta en eso fue capaz de dejar un sello único, imponiendo más que la melancolía y el mal sabor de boca, un recuerdo que dibuja todavía una sonrisa. No pudo articular la lectura de sus compañeros de generación (Quejido, Alcolea, Chema Cobo, Carlos Franco, Utray, Pérez Villalta y otros con los que había mantenido un diálogo extremadamente fecundo), pero en sus textos sobre pintura dejó pistas diamantinas para que podamos comprender que el cuento habría tenido un esplendor incomparable.

Tal vez Quico Rivas dejó una suerte de “autobiografía cifrada” en algunos de sus proyectos memorables como el catálogo de la exposición de Alberto Greco en el IVAM, donde proyecta toda su imaginación crítica sobre aquellos delirios del “arte vivo dito” que consistía en apenas señalar con tiza la vida en lo que ésta tiene de irrepresentable. Era un anarquista a la manera esencial andaluza, basta revisar los números de la revista ‘El Refractor’ para comprender la intempestividad provocadora que le animaba. Puso su mente en lo carcelario, la marginalidad y el afán de encontrar otro modo de contar las cosas, tuvo el coraje, en algunas ocasiones, de ir más allá de sus querencias pictóricas para apoyar a artistas extremos como Teresa Margolles.

En su mente febril y caprichosa tenían sitio el estraperlo y el cante, los barrenderos y, siempre, el más alto concepto de la amistad. Era a la vez un aristócrata y un canalla que, como todos los miopes, sabía sacar partido de las distancias cortas.

Vivía en el tiempo que carece de toda prisa, convencido de que no había nada mejor que una conversación en un bar hasta que la puerta se cerrara con toda la cuadrilla en la calle desierta. Supo escuchar el canto de la tripulación: si no hay viento habrá que remar. Nos cruzamos en muchísimas ocasiones, no pensábamos lo mismo, afortunadamente, de casi nada, pero tenía hacia él la admiración que solamente despiertan en mí los que son capaces de trazar su camino.

Tenía estilo, sabía escribir, perdón por decir algo que puede parecer una chorrada pero es algo que en periodos de mediocridad pasmosa merece la pena subrayar. Volver a leer sus textos es, sin ningún género de dudas, una experiencia que proporciona un placer análogo al de beber un vino “gran reserva” pero sobre todo devuelve, para los que tuvimos la suerte de conocerle, un tono, un acento, una gracia, insisto, que acaso sea el modo más admirable de la inteligencia.

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Cómo escribir de pintura sin que se note’ (Ardora editorial)

Foto: Tony Catany, 1972.

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