Abraham Lacalle, la pintura como iceberg

Aeropuerto. óleo sobre lienzo, 200 x 370 cm. 2005.

MADRID.- El misterio de un iceberg no reposa en su cima helada, sino en la profundidad inédita del agua. Lo que vemos de él, la superficie que se asoma, no llega a la intensidad del misterio que encierra dentro. Y sobre esta reflexión más o menos geológica ha levantado el pintor Abraham Lacalle el cuerpo de su nueva exposición, que inaugura mañana en la galería Marlborough de Madrid (www.galeriamarlborough.com).

De hecho, la muestra lleva por título Maldito iceberg, y recoge el trabajo de este último año -un veintena de piezas, la mayoría de gran formato-, en el que Lacalle ha buceado más a fondo en su pintura, buscando límites nuevos: «Recurrir al iceberg como lema de este conjunto de obras es la manera de decir que del arte, en una mirada, sólo se suele ver una novena parte de lo que realmente soporta. Y abundando en esta figura de hielo, su aparición tiene además referentes inquietantes porque suele anunciar un peligro», señala.

El lenguaje exuberante de Lacalle se ha ido reposando. La fragmentación que enjaulaba sus cuadros ha dado paso a un espacio más abierto en el que el color sigue apareciendo como un hacha, pero la narración está más escondida. «La tela aparece saturada de elementos y de accidentes, de imágenes que se incrustan unas en otras…Pero ese exceso conduce de alguna manera a un silencio, a un vacío. Es una forma de transgredir esa idea de belleza light tan actual, el hedonismo fácil del capitalismo. Si todo esto lo llevas a su expresión más exagerada y radical se convierte en lo contrario», dice.

A contracorriente

Desde los comienzos, Abraham Lacalle ha preferido la trinchera del artista a contracorriente. Piensa y actúa desde la pintura como desde una barricada, contra la invasión de ese otro arte de franquicia «que no es más que la repetición de lo que ya tenemos demasiado visto», asevera.

Se detiene ante una tela y le gusta ver cómo ésta se ensancha más allá del bastidor, cómo escapa de sí misma hasta invadir el espacio del que mira. «A mí me parece bien que el cuadro no esté asentado. Eso provoca relaciones violentas de color y forma que en esta exposición creo que queda mostrado de manera más clara».

Igual que vuelve a repetirse esa ironía que es parte del empedrado del discurso de Lacalle. De hecho, una de las obras que muestra ahora lleva por título Cuñao, como aquel estrafalario personaje que sacó a la luz Jesús Quintero en su programa Ratones coloraos.Un ser disparatado hecho de risas sonoras y boca sin dientes.

«La ironía que me interesa es una forma de impostura. Y a la vez es una manera de denunciar la banalización absoluta en la que nos obligan a vivir en tantas ocasiones», comenta. Entretanto, sigue buscando ese no sé qué poético que esconde la pintura que a él le gusta, la vibración de un sonido que anida en el encuentro de los colores. Por ahí anda Abraham Lacalle, como el náufrago metódico.

ANTONIO LUCAS

www.elmundo.es

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