El Hombre Delgado. Palabras para una exposición itinerante

Miki Leal

Palabras para una  exposición itinerante 

  

Más vale vivir del aire que morir de asco. El Hombre Delgado es aquel que no se presta al chantaje de lo establecido: si el que no trabaja no come, el Hombre Delgado no come. Hijo de la crisis y del rock and roll, su marca de estilo es el Rock and Bole.

   Con frases de este tipo asustaba yo a los artistas invitados. Les daba una canción y les explicaba de qué iba la historia: Un libro-disco-catálogo-de-arte, con una exposición itinerante, entorno al concepto del Hombre Delgado y a su épica de la precariedad. Trece canciones, trece cuentos y trece obras interrelacionadas entre sí.

   El poco dinero que tenía me lo estaba gastando en grabar el disco pero yo tenía un montón de amigos posibles y sobretodo muy pocas ganas de encauzar mi vida en un trabajo al uso. Si éste iba a ser mi último intento de vivir de la música tenía que tirarme al barro. Me senté con Borja Casani y elaboramos una lista de aquellos que pudieran y quisieran participar en la aventura. Nos reímos mucho pensando en las razones de una u otra elección, buscando similitudes entre los seleccionados y adjudicando las canciones en función de la obra y de la actitud vital del artista. Se trataba nada menos que de reclutar para la causa a una milicia de hombres delgados que estuvieran en sintonía con el proyecto.

   Así que en los ratos libres que me dejaba grabar el disco y escribir los cuentos me ocupé de la exposición.

   Con el primero que hablé fue con Miki Leal. Viejo amigo del instituto, llegamos incluso a tener un grupo de música juntos antes de que yo dejara Sevilla para venirme a Madrid. Para él reservé “La vida a veces se pierde”, una canción de despedida para un amigo común que se mató. Mi amistad con Miqui me ha dado el privilegio de seguir su trayectoria a lo largo de los años. En una ocasión llegué a escribir un texto para una exposición suya que titulé sueños de extrarradio; en esa época Miqui hablaba de Arte Chano y su propuesta eran unos paraísos dibujados a boli lleno de marcas registradas, anuncios publicitarios, cremas bronceadoras y palmeras tropicales. Paraísos vislumbrados desde el extrarradio que en su incómoda estética carcelaria mostraban la imposibilidad de escapar: “la intuición desoladora de que en la huida no somos capaces de ir más allá de la reproducción de esta misma realidad”, escribí yo entonces.

   Han pasado más de cinco años desde aquella exposición y Miki ha seguido pintando a capricho sin acomodarse a una etiqueta, sigue teniendo su punto Chano pero sin ninguna rigidez doctrinal que le marque el paso. Junto con Bon Boyage, la hermosa obra hecha para la canción, envió Jet Kune Do, que era el nombre que Bruce Lee dio a su técnica marcial y que significa sin estilo.

  La noche que le hablé de la ocurrencia del libro-disco-exposición-itinerante me comentó, probablemente para ahorrarse mis divagaciones a favor de la unión de las artes, el precedente de un conocido cantante que hace un par de años hizo una gira mostrando en el escenario tres enormes lienzos de Barceló de su colección particular. Para mi sorpresa se trataba de Manolo Escobar. Otros se lo gastan en coristas ligeras de ropa, pensé, él al menos invierte en arte. Y como era de noche y era en Sevilla, nos arrancamos a compás: “Mi cuadro me lo robaron de noche mientras dormía ¿dónde estará mi cuadro? ¿Dónde estará mi cuadro?”.

 

MP & MP Rosado

  Miki me puso en contacto con los gemelos MP & MP (Miguel Pablo y Manuel Pedro) Rosado y con Fede Guzmán. La obra de los MP gira en torno a la identidad y en sus cuadros, esculturas y fotografías se les puede ver a ellos mismos obsesivamente representados. En sus últimas instalaciones van un paso más allá y ocultan las figuras dentro de un muro o en el suelo. Si la identidad es una experiencia de ubicación en el mundo, los MP se sitúan en esos espacios de separación, en los límites, proponiendo una visión del hombre contemporáneo engullido y sepultado por la estructura social. Un muro se puede saltar, se puede intentar destruir pero ¿qué sucede si formamos parte de él? ¿Qué pasa si es el suelo quien nos pisa a nosotros? Lo más sugerente a mi parecer es que la condición escenográfica de estas instalaciones no juega al ilusionismo. Al mostrar la tramoya recuerda que la servidumbre es también un estado de sujeción mental que puede ser desactivado: descubrir que los muros que nos encauzan son sólo un decorado que nos habita por dentro, perder la fe en que las cosas son como son.

   Esta concepción de la verdad como el descubrimiento de la mentira lleva siempre aparejado una sensación de apertura espacial, de disolución de los muros, un estar abierto a ver qué pasa. La vida está llena de paradojas y muchas veces la rendición que lleva consigo el fracaso se convierte en el atajo más rápido para llegar a ese estado de liberación. Los dos dibujos aportados por los MP continúan la peripecia de la canción “Esperando por esperar”, en la que el protagonista después de haberlo perdido todo sale a la calle a ver qué pasa. Los MP dejan a nuestro Hombre Delgado, en este caso duplicado en ellos mismos, tirado en plena calle de una Sevilla desangelada. Cuando parece que todo se ha perdido todavía es posible perder el sentido.

   En plena calle Alfarería, en el barrio de Triana, tiene su estudio Fede Guzmán. Hasta allí me acerqué a proponerle que participara en el proyecto. Para él había reservado la microcanción de “Caramelitos de yerba” porque una de sus líneas de investigación artística discurre por las plantas mágicas y medicinales. También porque cuando nos conocimos una potente mariguana nos tuvo de globo un montón de horas hablando apasionadamente sobre los derechos de autor y la libre circulación de las ideas, sobre Hakin Bey y su anarquismo ontológico, sobre  internet y las zonas temporalmente autónomas, sobre Wu Ming y el tsunami que el pirateo ha supuesto para el mundo cultural.

   De Fede Guzmán, yo conocía el Museo de la Calle, de su Colectivo Cambalache, que comenzó sus transacciones ilimitadas en el barrio del Cartucho en Bogotá. El carrito porteador del museo se llama El Veloz y en él la gente deposita cosas que puedan servirle a otros a cambio de algo que les sirva a ellos. El trueque como alternativa económica. El Veloz ha propiciado intercambios entre Colombia y Eslovenia, y ha rodado por Venecia y, según me dijo Fede, también por Estambul y por otras partes del mundo. Una de las variantes era el Cambalache de yerbas medicinales con el carrito del hierbatero. Cuando le propuse la canción de “Caramelitos de yerba”, él me habló de la obra del Chupa-chups de mármol y acero con caramelos medicinales, llamada sugestivamente “No crea en metáforas, dependa de ellas”, y de su intención de hacer modelos más pequeños, uno de los cuales me podría llevar prestado para la exposición itinerante. Los Chupa-chups en este caso serían de mariguana, medicina del alma.

   A mi me entusiasmó la idea. Un visitante entra en una exposición y tonifica su ánimo con un Chupa-chups que le ofrece una de las obras. Obsesionado como estaba por la interrelación entre las canciones, los cuentos y la labor de los artistas invitados, de repente se me ocurrió que si los Chupa-chups tuvieran un envoltorio en el que hubiera escrito “Caramelitos de yerba, made in El Perdigón”, el visitante de la exposición que estuviera dispuesto a tonificarse con uno de ellos y se fijara en aquel envoltorio y, estimulado, se leyera los cuentos y viera, en las coincidencias, el cruce entre la realidad y la ficción… en fin, que podía ser una experiencia artística de muchas dimensiones. Con las mismas se lo dije a Fede y este acabó, después de algunos intentos y alguna presión por mi parte, diciéndome que no. Yo me había extralimitado, sin duda.

   Como la realización de la pieza es costosa, el dinero no crece en los árboles y los plazos han sido muy ajustados esta es la única colaboración que no ha llegado a tiempo para la impresión del libro. Mientras tanto la obra madre, grande y monumental, nos presta su imagen.

   Alberto García-Alix era una referencia inevitable. Sus historias de callejón, la aristocracia del lumpen que se pasea por sus fotos, el dandy y el escombro, la épica de la precariedad, la vida al margen, su propia estampa de superviviente. Para él sería “Romances de feria”, la canción más viajera del disco. Durante el día, por ríos, mares, cielos e infiernos, el Hombre Delgado va persiguiendo sin descanso un amor imposible pero por las noches flaquea un poco y encuentra consuelo en las azoteas, esos lugares intermedios entre la tierra y el cielo, entre el ideal y lo posible.

   Las fotografías de García-Alix consiguen rescatar, como las buenas canciones, lo eterno de lo transitorio. Es puro Rock and Roll, aunque en él la intensidad nunca se desboca y el funámbulo encuentra un punto de equilibrio, incluso en la caída.

   La foto elegida son unos zapatos reventados que retratan con elegancia el espíritu errante, la búsqueda y la aventura de la canción sin olvidar ese carácter de disfrute de lo inmediato y de aceptación placentera de lo que ofrece el instante. Al parecer ese par de zapatos fueron de Ceesepe, otro hombre delgado.

   Para Nacho Luna reservé la canción “El derrumbe”, que habla de ese momento en el que todo parece hundirse y uno se pierde en su propia desesperación sin que el amor perdido vuelva al rescate. Nacho es un gran amigo y la confianza de tantos años me permitió pedirle directamente una animación en 3d. Nos conocimos cuando llegué a Madrid y él compartía piso con Javier del Rosal, mi compañero hasta hoy de aventuras musicales. Ha tocado el cajón en muchos conciertos nuestros pero su faceta de cantante delirante supera con creces su maña de percusionista. Es director artístico de una productora dedicada a la publicidad y el espectáculo, y la persona con la que más se puede uno reír: lo llamo y le digo que estoy escribiendo unas notas sobre los artistas invitados y él me dice que sobre su persona diga que es un putero nato y del Betis, que le gustaría ser recordado por eso. Pero esta afirmación puede llevar a engaño. Si lo elegí para este tema es porque una noche me lo encontré en casa de Javi, preparándose una camita en el salón. Se acababa de separar y me decía que no se quería quedar solo en casa, que la casa se le venía encima. Yo por esa época estaba más o menos igual y a punto estuve de quedarme allí a dormir con él, en aquel incómodo sofá. En lugar de eso volví a mi casa y empecé a componer esta canción.

  Le había pedido una sencilla animación en 3d y él, espíritu generoso y amigo de sus amigos, se ha marcado un videoclip lleno de escaleras, estampas invernales y un esqueleto que intenta escapar sin llegar a ningún sitio. Como decía Bakunin, hablando de otros estados distintos al del ánimo destruido de nuestro escuálido cantante, la destrucción es una pasión creadora. El Hombre Delgado busca la luz escarbando en el suelo con las uñas, Nacho en cambio, saca su navaja multiusos, toma medidas, piensa, y cuando menos te lo esperas hay un enorme túnel subterráneo que lleva directo al diamante. Hay muchas formas de enfrentarse al derrumbe. Mientras me entrega su obra, para que no me tome demasiado en serio su condición de superhéroe, se arranca al estrambote por bulerías desaforadas, recordándome, con Antonio Molina, que a la mina se baja cantando.

   Chechu Álava no siempre vivió en París. En Madrid pasó años compartiendo piso con nueve personas más, una de las cuales era una antigua novia mía. El piso era enorme y, según aseguraban, en él había vivido Valle-Inclán. Cuando pasaba por el cuarto de Chechu veía sus dibujos y hasta tuve el placer de ver sus cuadernos de Londres. Recuerdo una serie de obras que retrataban las fiestas multitudinarias de aquel piso de Tirso de Molina. En los últimos años, de tarde en tarde, me llegan invitaciones por internet para alguna exposición suya, si hay suerte, puedo ver alguna de sus cosas en la pantalla del ordenador y así voy siguiéndole la pista.

   Por vía electrónica le conté, como explicación de lo que era vivir del aire, un chiste que a mí me enternece: la anécdota de un músico callejero que pasea con sus dos hijos por delante de los restaurantes sin llegar a entrar en ninguno. El padre juega a que sus hijos identifiquen la comida por el olor que se va cruzando con ellos a medida que avanzan en su paseo: “¡carne con patatas, Papá!” “¡Fabes con almejas!” “¡Bacalao al pil pil!”… El padre felicita a los niños y descubre con una sentencia la finalidad didáctica de aquel adiestramiento: “pues ya sabéis, hijos míos, tenéis que aprender a comer de olfato como yo aprendí a tocar de oído”.

   Guardo en la memoria un cuadro suyo de una piscina y otro de una boda con dos novias que pude ver gracias a internet. Supe desde el principio que la canción de “La novia voladora” le pertenecía. Cuando recibió el encargo me dijo que no iba a poder pintarme un lienzo al óleo, pues con cada cuadro empleaba meses hasta darlo por terminado y el plazo de entrega en mi caso apenas le dejaba margen. Hace unos días me llegó el sobre desde París con sus ocho dibujos. No necesité de ningún psicotrópico para que la habitación se me llenara de novias voladoras. El arte es una experiencia embriagadora que compensa las penalidades que entraña vivir del aire.

   La adquisición de Miguel Moreno tuve que ir a buscarla a su refugio en Fuenteherido, en la sierra de Aracena. Allí llegué con mi primo y, nada más entrar, sorprendimos a Miguel, vestido de blanco, con una vara en la mano. Venía de espantar un cervatillo que se estaba comiendo las verduras del huerto. Entrar en esa finca es una experiencia estética difícil de describir. Es como si hasta el mínimo detalle estuviera supeditado a un orden armónico y distinto del que rige el mundo exterior.

   A Miguel le llevaba “Quédate”, una canción sobre la nostalgia del paraíso y la necesidad de guardar refugio y de situarse al margen de la guerra que gobierna el mundo. La llevé grabada en cinta de casete y compré pilas en la gasolinera más cercana para que la pudiera escuchar en un walkman que tiene. Junto con May, su mujer, escuchamos la canción. Me dijeron que cogiera cualquier obra de las que tenían por allí, la que yo viera que le iba bien al tema. Miguel me explicó que no trazara puentes, que los puentes si fallan te dejan colgado. Así que yo, que pensaba volver al cabo de un mes y medio a recoger la obra, me vi en la difícil situación de tener que elegir uno de entre todos aquellos tesoros.

   Le pedí a Miguel que me guiara y me fue enseñando su colección de pequeñas tallas de madera. Hoy que la fiebre por lo monumental parece haberse adueñado del mundo de la escultura, contemplar y coger un extraño y fascinante objeto artístico del tamaño de un salero, resulta extraordinario. Una monumentalidad inversa que convierte en objeto de poder una pequeña talla, cuya forma abstracta, al preguntar, descubro que es el molde de la mano de May, del espacio que queda entre los dedos y la palma al cerrar su mano.

   Sus cuadernos de pinturas, no de bocetos o apuntes para obras mayores, son de logro fuera de lo común. Sin duda estar al margen del circuito comercial permite una libertad creadora que en el caso de Miguel burla la falta de medios; su arte a todas luces no es una mercancía.

   Estuve a punto de traerme a “La familia recogedora de castañas”, un conjunto de tres piezas pequeñas de madera de castaño en las que se puede ver en esa dura tarea a un padre, una madre y un niño gateando. La ternura y belleza de esta obra me impresionó mucho pero no acababa de verle relación con el tema. Aunque ahora, pensándolo en la distancia, podrían dar un final alternativo al que la canción “Quédate” está abocado: ella se queda, se mudan al campo, tienen un hijo y recogen castañas.

   Al final a Miguel se le ocurrió que, ya que la exposición era itinerante y la pieza había de ser fácilmente transportable, podía llevarme una obra que tenía en la segunda planta de su casa. Subimos la escalera, y allí de entre muchos tesoros, cogió una extraña bolsa de cuero amarilla. Dentro, metidas en bolsas grises de basura, tenía tres telas de lino sin nudos pintadas con pigmentos naturales. Las fue extendiendo en el suelo mientras me decía que la arruga es bella y cuando estuvieron dispuestas las tres me dijo, señalando una por una, que esa obra originalmente se llamaba, “En medio del universo – Hay un pueblo – Que pide luz” pero que si la canción se llamaba “Quédate” pues que le cambiara el nombre. Cuando le pregunté como quería que la expusiera me contestó que como yo quisiera, que aquello era una cosa mía. Al marcharme May me confió que con aquella maleta se habían recorrido el desierto de Sonora, la tierra donde Castaneda conoció y se inició en los misterios esotéricos de Don Juan.

   El llevarme la obra conmigo ese mismo día me ha permitido convivir con ella casi dos meses. La puse en el sofá de mi estudio y unas veces me parecía un animal marino imposible y otras un felino o una esfinge. Finalmente he decidido exponer la obra con las tres telas a manera de tres paredes y la bolsa en el lugar de la cuarta pared, cerrando el cuadrilátero. La bolsa cerrada deja al espectador la incógnita de si ella, a la que la canción pide quedarse, se marcha o no. El título de la obra pasa a ser “Quédate. (En medio del universo hay un pueblo que pide luz)”.

   Con Quico Rivas había coincidido en alguna que otra conspiración libertaria sin llegar a conocernos. Le escribí un largo mensaje electrónico con la historia del proyecto y la letra de “El síndrome de Ulises” para la que habíamos pensado que podría hacer algo.  Como no contestaba le llamé por teléfono y tuve que soltarle todo el rollo de viva voz. Imagínense: hola Quico, soy Fidel, no nos conocemos pero tenemos amigos en común y hemos coincidido en algunas movidas, Emilio Sola me dio tu número. Verás estoy haciendo con Borja Casani un libro-disco-exposición, te había escrito un mensaje contándote la película, no sé si lo habrás recibido… No lo había recibido o lo había recibido pero no lo había leído. Quedé en reenviárselo junto con las premezclas del disco y seguí contestando las preguntas certeras que me hacía tratando de sobreponerme a la mala cobertura que tenía su teléfono allí en Grazalema. Le dije que le mandaría, para que se hiciera una idea, los cuentos que había escrito, que estaban todavía faltos de una puesta en limpio definitiva y que tendría que excusar las torpezas de estilo propias del apresuramiento. Él cortó mi cháchara autojustificadora diciéndome con tono impaciente que sí, que sí, y que no le contara mi triste vida. A la semana recibí su contestación, encabezada por un Amigo Fidel, donde me hablaba de dos posibilidades. En sus propias palabras:

   “Mi colaboración será manejable. Una posibilidad podrían ser cuatro o cinco camellos, una serie en la que vengo trabajando hace un año utilizando como soporte cartones de cajas de Camel. El camello es un animal con una fuerte carga simbólica, viajero, resistente, traficante y sobre todo violador de fronteras. En el desierto las fronteras las barre el viento y si Ulises hubiera hecho el viaje por tierra, sin duda lo habría hecho en una caravana de camellos. Otra posibilidad serían unos pequeños lienzos octogonales: negros mares de la China con pequeños y solitarios barquitos orientales, ‘barquitos con agujero’ de la o de opio. Intentaré mandarte unas imágenes para que te hagas una idea.”

   La canción de “El síndrome de Ulises” resume la épica de la precariedad por la que el hombre delgado funambulea en su paso errante por el mundo. En aquel primer mensaje Quico no se abstuvo de corregirme un verso del primer párrafo, aquel que dice que “Penélope antes de llorar buscó consuelo en un tipo muy posmoderno”. En sus propias palabras:

   “Tengo algunas sugerencias que hacerte, pero no sé si a estas alturas merece la pena, tú me dirás. Por ejemplo: ‘…un hombre muy postmoderno’, suena abstruso y resulta incomprensible para la gente de pueblo como yo. ‘Un hombre muy compuesto’, como alternativa, además de inteligible, creo que aúna la calaña moral y el aspecto formal del individuo en cuestión, figurón e interesado se supone (te hablo del interés compuesto).”

   Tardé en contestar porque para rebatirle tenía que detenerme a pensar. Cuando lo hice, quedó así, en mis palabras de entonces, un poco alambicadas, a decir verdad:

   “Estuve dándole vueltas a tu sugerencia de cambio en la letra de ‘El síndrome de Ulises’, lo de postmoderno, me decías, te rechinaba un poquito. Como ya era tarde para cambios, pues las voces ya estaban grabadas y el magro presupuesto no deja margen a corrección, tuve que justificarme ante mí mismo y ante mis músicos, que te daban la razón, de por qué ese palabro estaba ahí puesto. En resumen les dije, se trata de una pedantería terrible: en la época que vivimos de crisis de los grandes discursos, en esta postmodernidad en parte blanda y en parte liberadora, en la que ya no existe una razón única sino razones, el mito de Ulises se actualiza si Penélope renuncia a esperarlo. El dolor de ser uno más, de ser como cualquiera. El síndrome de Ulises afecta a los que están lejos de su patria y añoran volver a Itaca. Pero el Hombre Delgado no tiene patria y nadie le espera, es un exiliado que no participa de entusiasmos colectivo ni tiene esperanza en una posible redención personal; circula con su barquito agujereado y colecciona momentos. La mujer que no lo espera lo hace libre, dolorosamente libre. Y como esos trances vienen siempre adornados de detalles lacerantes, Penélope no se va con un cualquiera, se va con un tipo muy postmoderno, un relativista de pacotilla de esos que predican el fin de la Historia y piensa sinceramente que vivimos en el mejor de los sistemas posibles. En fin, hay cosas que se miren por donde se miren afean el paisaje, tal vez la palabra postmoderno sea una de esas cosas, cualquier uso que se le dé mancha.”

   Al final, fueron los mares de la china y los barquitos con agujero, de O de opio. Juzgue el lector, a la luz de la canción y de la obra múltiple que propone este artista invitado, las redes metafóricas que los hombres delgados usan para salvar la distancia que hay entre el dedo que señala la luna y la luna. Fíjense en los nudos de encuentro y también en los espacios vacíos. Sientan el aire correr.

   La canción “Nada nuevo en este barrio” habla de la explosiva situación de la periferia de las grandes ciudades, esos lugares por donde los trenes pasan pero no paran. Es de alguna manera una utopía negativa, un barrio que reúne todas las condiciones para alzarse como modelo de lo que no debe ser un lugar para vivir. En otro momento hubiera sido más condescendiente y hubiera hecho una canción esperanzadora, políticamente correcta, sobre los suburbios, fantaseando con marginados conscientes que se rebelan y transforman el espacio en el que viven. Ese viejo cuento burgués que mitifica a los explotados y espera que sean ellos los que arreglen el mundo. En fin, no quería aventurar soluciones paternalistas sino mostrar el problema de esos barrios abandonados a su mala suerte, donde la miseria embrutece y el sufrimiento se convierte en caldo de cultivo para religiones que ofrecen la salvación en otra vida.

   La decisión de encargarle a José Ramón Moreno una obra a partir de esta canción viene por su condición de arquitecto y urbanista comprometido con el espacio público. También porque es mi padre y el rol paterno es la representación de la ley ante el hijo, pues él es el que enseña cómo funciona el mundo más allá del nido materno, cuáles son las reglas que hay que cumplir. Le pedí una utopía urbanística, positiva, que sirviera de referencia para acercarse desde otra óptica al problema. Un padre siempre es un padre e inevitablemente tener un hijo que quiera ser artista es fuente de preocupación y más cuando la insistencia de años y varios discos no da los frutos esperados. Pero yo hablo con la autoridad del fracaso, que siempre ha contado con muchas simpatías entre los que no comparten ideológicamente las claves del éxito, así que con naturalidad le pedí un plano de la ciudad ideal donde el Hombre Delgado engordaría un poquito.

   Luego me quedé pensando en como sería esa ciudad, una ciudad que no generara seres periféricos y marginales. ¿Cual sería el plano? Desde luego no estaría determinado por la especulación inmobiliaria, ni por el transporte privado. ¿Habría bloques en altura o serían casas bajas?¿Parques o bosques?¿Caminos o carreteras? En el colmo del delirio pensé que tal vez la ciudad ideal debía desterrar la línea recta para que no se dieran rincones sombríos. Un pensamiento disparatado al que llegué por mi incapacidad de pensar en términos ideales una ciudad sin hombres delgados.

   Mi padre le dio la vuelta a la invitación y propuso esta obra en la que se contraponen once utopías urbanísticas con un pueblo mediterráneo. “Orden impuesto versus orden adaptado” se llama la pieza formada por once planos de ciudades ideales estampados en unas planchas de metacrilato transparente que se superponen emborronando la imagen final a color de Peñíscola. Las hojas de metacrilato se sostienen por un tornillo pasante que permite a los visitantes de la exposición girar los planos o abrirlos en abanico; la foto fija, al término, determina una lectura concreta de la obra, una preferencia por la urbanización popular que se adapta a las necesidades del territorio, del clima y de sus habitantes frente a la tentación autoritaria de ordenar las cosas desde arriba.

   La última vez que mi padre me preguntó cuándo pensaba poner en orden mi vida le respondí que mis intenciones eran seguir cantando y escribiendo y que mientras pudiera continuar con esas dos pasiones no me importaba vivir a salto de mata sin tener dónde caerme muerto. Debió ser por la despreocupada seguridad con que se lo dije que, para mi sorpresa, se rió.

   La artista Mireia Sentís fue la persona que sirvió de enlace para conocer a Borja Casani. Habíamos coincidido en un festival de poesía que había organizado Emilio Sola en “la cátedra alada de la facultad de filosofía de Alcalá de Henares”, en realidad un pequeño balcón que daba a una escalera desde donde los poetas recitaban al amparo acústico de una bóveda que resultó fatal para el par de canciones que me toco cantar a mí. No recuerdo muy bien los detalles de aquel hermoso caos, sólo que la autoridad académica protestó porque, formando parte del decorado, una pantalla exhibía una película pornográfica en blanco y negro con una actriz que según se aseguraba era nada menos que Marilyn Monroe. La autoridad a menudo no sabe apreciar la belleza y se siente amenazada cuando los poetas actúan con la libertad que les caracteriza.

  En el reparto inicial que hicimos Borja y yo, pensamos en el tema de “Romances de feria” para Mireia pero finalmente, en un segundo ajuste más razonado, decidimos dejarle el de “El último beso”, una historia de amor y de muerte, de adiciones que se intentan abandonar sin éxito, siempre en la eterna despedida de pedir un último beso más. Esta canción, en un principio, se la habíamos adjudicado a García-Alix pensando en un vídeo suyo en el que se rueda a sí mismo poniéndose su último chute de heroína mientras va narrando sus impresiones. Una obra interesante y apropiada pero por lo mismo demasiado solapada a la letra y reductora de otras lecturas posibles.

   Mireia Sentís además de fotógrafa y artista es escritora. En su haber tiene un libro “Al límite del juego”, en el que reúne siete perfiles biográficos de artistas underground de la escena neoyorquina. Personajes que vivían al límite como si estuvieran jugando, que cuestionaban las normas sociales hasta el punto de, en muchos casos, pasar por prisión o convertirse en forajidos; artistas que entendían su creación y su paso por el mundo como un ejercicio de libertad. Vivir la vida como un experimento, decía el venerable Chögyam Trungpa, y esta recomendación podría servir de epitafio para estos artistas y también para Bob Smith, cuyo retrato muerto fue aportado por Mireia Sentís para esta exposición itinerante.

   Le pregunté a Mireia la historia de esa imagen y ella nos contó su amistad con Bob, un artista inquieto de vida errante, la primera persona que vio enfrentarse a la decadencia física de una enfermedad como el Sida, por aquellos ochenta recién descubierta y terriblemente voraz, con sentido del humor y una dignidad ejemplar. Bob había nacido en Boston y había vivido en Marruecos, Francia y España, donde llegó a exponer con Fernando Vijande. Ella lo conoció a principio de los setenta en Nueva York y a menudo se lo encontraba brujuleando por las calles del Soho, un día comprando lotería, otro con una caja llena de pan de oro que había salvado de la basura y que inauguraría una serie de cuadros inspirados por el Egipto que acababa de visitar. Como no tenía un duro recorría al amanecer la ciudad encontrando tesoros con los que iba construyendo una obra artística cambiante y poco o nada comercial.

   En poco tiempo el Sida convirtió a Bob en un viejo al que le costaba subir las escaleras y la debilidad le impedía coger peso. Sus últimas obras eran unas extrañas casas hechas con tapones de corcho o con las pastillas y medicinas que no tomaba porque le perdían la conciencia, casitas ligeras en cuyas ventanas Bob ponía fotos de sus amigos.

   Escogió pasar sus últimos años en un lugar cálido, Miami, donde murió sin familiares rodeado de sus mejores amigos que acudieron desde distintas partes del mundo para estar con él. Mireia, en ese momento, tenía su Polaroid encima, disparó y fue pasando la cámara al resto de amigos que hicieron cada uno su foto para llevarse un recuerdo de Bob, su último beso.

   Una muerte honorable nos dijo Mireia a Borja Casani y a mí que escuchábamos su relato con reverencia. En una sociedad en la que la vida se hace de espaldas a la muerte una fotografía así puede resultar incómoda y, probablemente para muchos, inapropiada en un proyecto de música ligera como este. Es una lástima que las formas de entretenimiento masivo transiten por la evasión y el simulacro y lo ligero se confunda con lo superficial. Bob está con los ojos cerrados en una cama de un hospital de Miami, rodeado de sus amigos que velan con emoción su despedida. Sobre la almohada un ramillete de florecillas rojas y Bob fugándose por la esquina de la foto hacia la oscuridad seguido por el revoloteo de las aves que planean por su pijama y que a mí me traen a la memoria el albatros de Baudelaire, recuperando el vuelo. La muerte honorable de un hombre delgado que junto a su amiga Mireia viaja con nosotros. Un placer tenerlos a los dos entre la tripulación de este barco de rumbo incierto.

   Herminio Molero es muy amigo de Domingo Patiño, el productor artístico de mi primer disco y de éste. Hemos pasado muchas noches los tres juntos bicheando por Madrid y hablando de las cosas más insospechadas, los tres hablamos mucho. Herminio Molero fue un personaje fundacional de lo que se ha dado en llamar la Movida madrileña. Reconocido por muchos como el primero que propugnó un desenfado pop como alternativa a la rigidez cultural heredada del antifranquismo. El primero que en esa época se puso a predicar la toma de los medios de entretenimiento masivo como forma de intervención artística. Creador polifacético, ha participado en numerosas aventuras colectivas que abarcan desde la pintura y el teatro a la publicidad y la música. En el año 79 fundó Radio Futura y su canción “Enamorado de la moda juvenil” fue un fenómeno sociológico que aceleró la muerte del pantalón de pana. Aquel primer disco titulado “Música Moderna” circula hoy huérfano por el repudio de los hermanos Auserón, con el aura maldita que tienen determinados objetos de culto y a la vez como una demostración del carácter experimental y poéticamente loco que pueden tener los productos masivos cuando los medios se abren a lo insólito y la gente no se conforma con lo previsible.

   Él califica su pintura como “Pop barroco” y yo le adjudiqué la canción de “La señorita Na y el señor No”, una historia de amores de baja intensidad, porque su estilo pictórico siempre me ha resultado muy teatral. Herminio, que mientras grabábamos el disco venía de visita al estudio, no tardó en reconocerme que esa no era su canción preferida y que la que más le gustaba era la de “la vida a veces se pierde”, tema que nos confesó había puesto en su reproductor durante horas con la opción de repetir. Me regaló una primera edición en castellano de “El hombre delgado”, la novela de Dashiell Hammett, que curiosamente tenía repetida en su biblioteca. Persona impar donde las haya, vive retirado en su pueblo manchego y de vez en cuando se deja caer por Madrid. La última vez que lo vi me entregó el lienzo envuelto y me escribió en una servilleta el título: “La N, la A, la n, la O”. Cuando llegué a casa, desenvolví el cuadro como si fuera un regalo y en lugar de encontrarme su alegre Pop Barroco, figurativo y teatral, me encontré con un juego de letras, a medio camino entre el constructivismo ruso y el heavy metal. Herminio Molero nunca deja de sorprenderme. Me dice que esta obra está en línea con la poesía visual y experimental que practicó en sus comienzos. Hay gente capaz de vivir varias vidas en una.

   Raquel Manchado fue durante varios años compañera de piso y hoy es mi vecina. Ha sido la ilustradora de los cuentos y del dibujo de la portada, así como la artista invitada para la microcanción de “Yo me voy contigo”.

   Cuando vivíamos bajo el mismo techo siempre estábamos haciendo planes de proyectos artísticos. A veces era un cómic sobre un piso compartido en el que pensábamos reciclar las innumerables anécdotas y personajes con los que habíamos tenido que lidiar durante tantos años de hacinamiento. Otras veces una exposición sobre el edificio en el que vivimos, con su historia y las historias de diez vecinos de distintas generaciones, algo así como mostrar un trozo de realidad madrileña. Afectados por el síndrome de Bartleby, el síndrome de los que prefieren no hacerlo, nunca llegamos a concretar nada.

   Raquel además tenía en mente hacer un muñeco de trapo a tamaño natural de Antonin Artaud con un cartel que pusiera Abrázame. Para esa misma exposición pensó en sentar a toda su familia, convertida también en muñecos gigantes de trapo, frente a un televisor.

   A mí me apasiona el trazo que tiene cuando dibuja y seguir el reguero de su obra por los márgenes de lo que podría ser. Voy a su casa y me fijo en una serie de personajes dibujados en los cilindros de cartón de los rollos de papel higiénico; o en esos pequeños muñecos de trapo que cose en un estado de semiinconsciencia, con retales de telas que va encontrando por ahí, y que forman una tierna y desconcertante colección que a mi me habla de una infancia difícil, de pobrezas burladas con imaginación y ganas de seguir jugando. No tiene una obra principal y en las últimas conversaciones que he tenido con ella me corrige asegurando que ella no es artista sino ilustradora. De unos años para acá ha montado un negocio de camisetas serigrafiadas a mano que se llama “Vivimosfelices”.

   La microcanción de “Yo me voy contigo” es el ruego de una mujer al Hombre Delgado para que no se marche. Raquel Manchado entregó el sueño de una chica que duerme abrazada a un chaquetón vacío de hombre y me dijo que su título era “quédate a mi lado”.

   Raquel esos días estaba muy liada porque a la hija de la duquesa de Alba y a su nuevo novio se les había visto con una camiseta de las que ella serigrafía a mano. En pocos días se le habían multiplicado los pedidos de ese modelo concreto, justo cuando, además de todo lo de El Hombre Delgado, tenía que hacer la portada del Ep del proyecto El Hijo, así que tuvo que robarle horas al sueño para atender tantas demandas. Supongo que no es casualidad que la chica de su obra esté plácidamente dormida.

   Fui a la casa de Adam Jorquera, donde tiene también su pequeño estudio, para hablar de la canción “los desconciertos de El Hombre Delgado”. Nos sentamos frente al ordenador y me fue enseñando su obra de siluetas sin rostro. Había una serie en la que él mismo, o mejor su silueta sin rostro, hacía de modelo con micrófono en poses de telepredicador apocalíptico. Una vez que te lo decía podías reconocer su figura de hombre delgado.

   Me enseñó en proyecto la serie que pensaba acometer en la que jugaba con la percepción del visitante desdoblando por un lado la silueta en un lienzo y por otro presentando esa misma figura girando en una animación de 3d, de manera que al volver a ver el contorno plano del cuadro después de haber visto la animación, el espectador inevitablemente ve en volumen lo que no deja de ser una imagen plana. Este juego perceptivo incluye también una sugerente reflexión acerca del punto de vista y su manipulación, pues alguna de esas imágenes planas al entrar en la tercera dimensión descubren situaciones inesperadas, por ejemplo, la silueta frontal de una persona que, en el giro, se revela armada con una pistola que nos apunta y que antes no veíamos.

   La obra que pensaba hacer para la canción se inscribía en esta nueva línea de investigación así que tendríamos que quedar para rodar mi silueta girando. Para ese día yo habría de estar vestido con la indumentaria que después pensara usar en los conciertos. Le comenté que había pensado comprarme un traje de segunda mano, un traje ceñido de enterrador que me diera pinta de cantante maldito. Hasta este disco yo me había subido al escenario y había cuidado los detalles estéticos para parecer un artista modesto, un tipo normal que hace sus canciones y que luego las canta con naturalidad. Le confesé a Adam que no hay cosa más incómoda que disfrazarse de uno mismo y que me había cansado de la estafa de la autenticidad. Me recomendó la tienda de un amigo suyo llamada misteriosamente El Templo De Susu. Allí conseguí, al módico precio de treinta euros cada uno, los dos ternos setenteros que completaron mi estampa espectacular. Unos días después quedamos para rodar el giro de mi delgada estampa.

   El que la silueta sea sin rostro no la hace inexpresiva, simplemente traslada el foco de atención hacia otros aspectos más difíciles de controlar por el retratado, así que mientras Adam colocaba la cámara, los focos y la plataforma en la que me tenía que subir, estuvimos hablando de la importancia de la pose y de la imagen que yo había de dar. El Hombre Delgado es más que nada un estado de ánimo de desacuerdo con el mundo, un personaje de ficción que reacciona y se libera del miedo establecido que no es otro que la amenaza del hambre. Un tipo que enfrenta su existencia no desde la necesidad sino desde la libertad. El Hombre Delgado muerde la mano que le da de comer y aprendió a burlar las privaciones con música, haciendo canciones de sus tormentos interiores y despreciando la dictadura estética de lo blando. El desafío estaba en traducirlo en una silueta.

   Me subí en la plataforma y Adam puso la cámara a grabar. Yo tenía que permanecer inmóvil mientras su mujer y él, en cuclillas, hacían girar la plataforma 360 grados. Probamos varias posiciones, en una me miraba el zapato, en otra levantaba las manos, en otra fumaba. Me puse el otro traje y continuamos a la busca y captura de la silueta que representase a nuestro escuálido personaje.

   En el lienzo final aparece una imagen mía sin rostro en la que con desgana miro desafiante al frente, una sombra y un plato de comida en el suelo, que es el lugar donde comen los perros. Al verse sin los rasgos faciales mi retrato acaba encarnando el fantasma colectivo de los hombres delgados, aquellos que no se prestan al chantaje de que el que no trabaja no come, aquellos que prefieren vivir del aire a morir de asco. Gente que, aunque herida y encorvada por sus contradicciones existenciales, se niega a ponerse a cuatro patas para comer del pienso que se despacha.

   A última hora Adam cambió la animación de mi silueta en 3d, que había de completar la obra, por una ilusión óptica. La precariedad aviva el ingenio, así que como el libro-disco-catálogo-de-arte no podía llevar incorporado una pantalla con reproductor de DVD, Adam esquinó en las páginas impares de los cuentos mi silueta. De esta forma, el atento lector, con la ayuda del pulgar y el índice, se verá premiado por haber llegado hasta aquí con el giro animado y ventilado de El Hombre Delgado mirándose el zapato. Nuestro pequeño artefacto cultural añade así a sus múltiples funciones, la del zootropo y el abanico, para que jueguen ustedes movilizando mi enajenada silueta.

   Así que los dejo jugando. Dentro de unas horas el libro entrará en imprenta y yo me marcharé a Sevilla para confeccionar con el artista y amigo Fernando Clemente la página web de este proyecto que tendrá el sugerente título de www.elhombredelgado.es .

   Walter Benjamín recomendaba no dar nunca por concluida una obra que no nos hubiera retenido alguna vez desde el atardecer hasta el despuntar del día siguiente. Hace ya un par de horas que salió el sol. Desde mi ventana puedo ver el cielo. La luz es extraña, o tal vez soy yo, que no he dormido por terminar este epílogo. Miro hacia la calle y veo en la acera de enfrente a un grupo de personas con gafas de cartón y lentes ahumadas mirando hacia arriba. Mi vecina está asomada al balcón contiguo y me dice que se trata de un eclipse anular. Milagros del Rock and Bole, me oigo diciéndole, y ella me contesta que sí, como a los locos. Me vuelvo a sentar y escribo este último párrafo, feliz por el hallazgo de un eclipse para el cierre de ésta, hasta nuevo aviso, última aventura de El Hombre Delgado.

Fidel Moreno, 3 de octubre de 2005.

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