La segunda exposición de Cristóbal Quintero (Pilas, 1974) en la galería Birimbao ha sorprendido por el original giro que ha dado a su trabajo. Ha cambiado la sintaxis de su discurso sin renunciar a lo sustancial con una muestra fresca, clara y desenvuelta que aúna desparpajo y creatividad. La mayoría de las obras son collages que fusionan pintura y dibujo con elementos de uso cotidiano como madera, chapa, papel o cartón, demostrando con este inteligente viraje una preocupación no sólo por el hecho pictórico (lo representado) sino por la manera, condicionada, en que percibimos la realidad. Igual que ocurre con René Magritte cuando nos pone en sobreaviso al aclararnos en uno de sus cuadros que los objetos son una cosa y su imagen otra muy diferente ("esto -que estás viendo en el lienzo- no es una pipa"), Quintero se permite jugar con las sensaciones que componen la realidad para construir espacios extraños que funcionan en sintonía por el derroche de recursos con los que logra resolverlos. No sólo recurre al claroscuro y el sombreado para crear sensación de profundidad, sino que además recorta, rasga o rompe materiales reales para crear texturas que advertimos como verdaderas (incluso se atreve a incorporar palos de helado o estrellitas de purpurina sin que resulte descabellado).
En su primera aparición en este mismo espacio sevillano (junio, 2008) destacó por sus cualidades como magnífico pintor sin aventurarse a destapar más allá de lo oportuno. Tan buena resultó la exposición que Ignacio Tovar fue uno de los primeros en comprarle un par de cuadros. A los pocos meses, en su siguiente individual en la galería madrileña Magda Belloti, se soltó un poco más y se permitió algunos atrevimientos. Ahora ofrece su faceta más abierta. Ha conseguido reafirmarse asumiendo riesgos y enfrentándose con total libertad a su lenguaje. Quintero exhibe en esta muestra una vasta amplitud de registros y ensancha su rango expresivo hasta donde le permiten las fronteras de la representación. Se explaya con lucidez en los hallazgos sin renunciar a su esencia, atreviéndose a revelar parte de la sala de máquinas que propulsa su trabajo, un campo de pruebas que gira en torno al dibujo y sus posibilidades.
Comoquiera que sea valorado, es innegable considerar que la pintura vive hoy en Sevilla un momento de auge, una circunstancia diferencial que no pasa desapercibida fuera de nuestra ciudad y que me refería hace poco Luis Gordillo con satisfacción. Coincide una generación de jóvenes pintores que no tiene parangón en ningún otro sitio. Miki Leal, Matías Sánchez, Rubén Guerrero, Javier Martín, José Miguel Pereñíguez, Cristina Lama, Ramón David Morales, Gloria Martín y el mismo Cristóbal Quintero forman parte de un colectivo de treintañeros que conocen el oficio y saben bien lo que hacen. Entre ellos las influencias son inevitables, por eso algunas de las obras de Cristóbal recuerdan a Miki en la manera suelta de hacer los trazos. O el modo pareado de usar cartones en esta exposición es propio de Pereñíguez. No importa, todos avanzan en la misma dirección siguiendo su particular camino sin pretender organizarse en un grupo homogéneo. Se apoyan, se entienden y comparten la complacencia de alegrarse por los éxitos propios y los ajenos.